La insoportable levedad de la ciencia de las microagresiones y sus consecuencias
La literatura académica sobre las microagresiones es más amplia de lo que podamos pensar, y si uno la lee acríticamente es fácil que pueda pensar que son un problema grave y una perpetuación de la opresión sistemática ejercida contra determinados grupos considerados como socialmente marginados. Así lo aseveraba Monnica Williams, una de las mayores promotoras de la literatura académica sobre microagresiones recientemente: “Los datos de las instituciones académicas y del público en general sugieren que las microagresiones son comunes”. Pero el panorama cambia significativamente una vez nos aproximamos a la evidencia en la que se basan tales afirmaciones.
Antes de nada, hagamos un repaso por la historia del concepto “microagresión”. El concepto tiene su origen en Estados Unidos, en un contexto en el que los logros de los movimientos por los derechos civiles se iban haciendo patentes. La legalización del matrimonio interracial, la abolición de las antiguas y segregadoras leyes de Jim Crow (en las cuales se amparaba la segregación racial hacia las personas negras), la aprobación de la Ley de Derechos Civiles de 1964 y la consecución del derecho al voto para los afroamericanos en 1965 fueron algunos de los importantes avances que tuvieron lugar en los Estados Unidos de la década de los sesenta. Esta progresiva sensibilización con los derechos civiles también influyó en que determinadas teorizaciones sobre la sociedad empezasen a permear en los círculos académicos, tales como la teoría crítica, nacida en el seno de la Escuela de Frankfurt y que buscaba constituir una crítica a las teorías tradicionales y a la moral y cultura de Occidente. Es en este seno en el que surge el concepto de “microagresión”.
En 1970, el psiquiatra Chester M. Pierce, en su artículo “Black Psychiatry After Miami” acuña el término mediante el siguiente texto (pág. 2):
Todo negro debe reconocer los mecanismos ofensivos utilizados por la sociedad blanca colectiva, generalmente mediante microagresiones prorracistas acumulativas, que lo mantienen psicológicamente en aceptación de su estado de privación de derechos.
Esta definición inicial de Pierce ya nos deja claras dos cosas:
Las microagresiones serían mecanismos ofensivos de contenido racista utilizados por el colectivo de personas blancas de manera acumulativa.
La acumulación de dichos mecanismos ofensivos mantendría psicológicamente a los negros en aceptación de un estado de privación de derechos, es decir, controlados.
Estos dos elementos pasan a vertebrar la definición inicial de microagresión, pero un verdadero punto de inflexión para este campo en concreto no llegaría hasta el estudio de Sue et. al del año 2007. El estudio define las microagresiones de la siguiente manera (pág. 1):
Las microagresiones raciales son indignidades cotidianas verbales, conductuales o ambientales, ya sean intencionales o no, que comunican insultos y desaires hostiles, despectivos o negativos hacia las personas de color. Los autores de microagresiones suelen desconocer que participan en tales formas de comunicación cuando interactúan con minorías raciales/étnicas. Se ha creado una taxonomía de microagresiones raciales en la vida cotidiana a través de una revisión de la literatura de psicología social sobre racismo aversivo, a partir de formulaciones sobre la manifestación y el impacto del racismo cotidiano, y de la lectura de numerosas narraciones personales de consejeros (tanto blancos y los de color) sobre su despertar racial/cultural. Las microagresiones parecen aparecer en tres formas: microasalto, microinsulto y microinvalidación. Casi todos los encuentros interraciales son propensos a microagresiones.
De esta definición podemos sacar las siguientes conclusiones:
Las microagresiones son formas de comunicación verbal, conductual o ambiental agresiva presentes en la vida cotidiana.
Tienen una motivación racista, ya que comunicarían desaires e insultos hostiles, despectivos o negativos hacia las personas de color.
No tienen por qué producirse de manera intencional.
Se presentarían en tres formas: microagresión, microinsulto y microinvalidación.
Si nos vamos a la forma en la que definen cada uno de los tres tipos de microagresiones, para obtener más información, encontramos lo siguiente.
Definición de microasalto:
Un microasalto es un menoscabo racial explícito caracterizado principalmente por un ataque verbal o no verbal destinado a herir a la víctima pretendida mediante insultos, comportamiento evasivo o acciones discriminatorias deliberadas. Referirse a alguien como “de color” u “oriental”, usando epítetos raciales, desalentar las interacciones interraciales, servir deliberadamente a un patrón blanco ante alguien de color y mostrar una esvástica son ejemplos. Los microasaltos son más similares a lo que se ha llamado racismo “anticuado” llevado a cabo en un nivel individual. Es más probable que sean conscientes y deliberados, aunque generalmente se expresan en situaciones “privadas” (micro) limitadas que permiten al perpetrador cierto grado de anonimato. En otras palabras, es probable que las personas mantengan en privado nociones de inferioridad de las minorías y solo las mostrarán públicamente cuando (a) pierdan control o (b) se sientan relativamente seguros para realizar un microasalto. Debido a que hemos optado por analizar lo involuntario y las manifestaciones inconscientes de microagresiones, los microasaltos no son el tema central de nuestro artículo. Es importante tener en cuenta, sin embargo, que los individuos también pueden variar en el grado de conciencia que muestran en el uso de las siguientes dos formas de microagresiones.
Podríamos entender que dentro de los microasaltos se encuentra el racismo de toda la vida, aunque también incluye comportamientos dudosos, ya que muchas personas usan el término “persona de color” para referirse a personas no blancas con propósitos descriptivos y no denigrantes o discriminatorios, por muy incorrecto que sea el uso del término, y “oriental” para referirse a aquellas personas que habitan el este asiático por su posición geográfica o a quienes tienen ascendencia o rasgos propios de esta parte del mundo, sin que necesariamente se le esté adjudicando una carga despectiva al término.
Por otro lado, los autores de la revisión proceden a realizar una afirmación que en la práctica no tiene ningún tipo de utilidad cuando afirman que es probable que las personas mantengan en privado nociones de inferioridad de las minorías. Esto es algo infalsable, puesto que aunque entrevistemos a todas las personas posibles sobre sus nociones acerca de las minorías raciales y étnicas, cabe la posibilidad de que algunas de ellas nos mientan, sí, pero la cuestión es que no tenemos forma de saberlo a ciencia cierta, y mucho menos podemos usar algo establecido por nosotros mismos como una simple suposición como algo que permita averiguar las motivaciones subyacentes de nuestros actos. Requeriría de lectura de mentes.
Definición de microinsulto:
Un microinsulto se caracteriza por formas de comunicación o comentarios que transmiten grosería e insensibilidad y degradan la herencia o identidad racial de una persona. Los microinsultos representan sutiles desaires, frecuentemente desconocidos para el perpetrador, pero que claramente transmiten un mensaje insultante oculto al destinatario de color. Cuando un empleador blanco le cuenta a un posible candidato de color “Creo que la persona más calificada debería obtener el trabajo, independientemente de la raza” o cuando a un empleado de color se le pregunta “¿Cómo conseguiste tu trabajo?”, el mensaje subyacente desde la perspectiva del destinatario puede ser doble: (a) Las personas de color no están cualificadas, y (b) como minoría miembro del grupo, debes haber obtenido el puesto a través de algún programa de acción afirmativa o cuotas y no por capacidad. Tales declaraciones no son necesariamente agresiones, pero el contexto es importante. Escuchar estas declaraciones con frecuencia cuando se usan contra la acción afirmativa hace que el receptor sea propenso a experimentarlas como agresiones. Los microinsultos también pueden ocurrir de forma no verbal, como cuando un maestro blanco no reconoce a los estudiantes de color en el aula o cuando un supervisor blanco parece distraído durante una conversación con un empleado negro evitando el contacto visual o alejándose (Hinton, 2004). En este caso, El mensaje transmitido a las personas de color es que sus contribuciones no son importantes.
Empezamos a entrar en terreno pantanoso. Para Sue et. al, la existencia o no de un microinsulto ni siquiera depende de la intencionalidad del emisor, sino de cómo el receptor experimenta el comentario. Incluso evitar el contacto visual o alejarse al hablar con un estudiante negro puede interpretarse como un microinsulto, ya que la intencionalidad pasa a un segundo plano en aras de conservar la integridad emocional del presunto afectado, aunque los elementos que puedan alterar dicha integridad puedan ser completamente subjetivos. De esta manera, comentarios que en principio no manifestarían una intención de herir y de mostrar prejuicios racistas se convierten en tales por la interpretación subjetiva que los presuntos afectados pueden realizar de ellos.
Tampoco parecen plantearse que las políticas de cuotas y discriminación positiva favorecen fácilmente el ascenso de personas menos cualificadas al considerar como variables determinantes los caracteres identitarios. Esto no sería como tal un prejuicio falsario, sino más bien la consecuencia de la aplicación de una serie de políticas que dejan a un lado elementos pragmáticos a la hora de construir un negocio para dar paso a la priorización de los caracteres identitarios del contratado. No se puede ser racista cuando se está afirmando de manera manifiesta que se valoran la cualificación y la aptitud independientemente del color de piel o de cualquier otro caracter identitario. Martin Luther King probablemente se revolvería en su tumba en caso de leer esto. La interpretación de los autores de este tipo de comentarios no podría ser más tendenciosa. Una vez más, para ver la intencionalidad racista tras esos comentarios se requiere una lectura de mentes, algo absolutamente imposible.
Definición de microinvalidación:
Las microinvalidaciones se caracterizan por las formas de comunicación que excluyen, niegan o anulan los pensamientos psicológicos, sentimientos o la realidad experiencial de una persona de color. Cuando los estadounidenses de origen asiático (nacidos y criados en los Estados Unidos) son felicitados por hablar bien inglés o cuando repetidamente se les pregunta dónde nacieron, el efecto es negar su herencia estadounidense y transmitir que son extranjeros perpetuos. Cuando a los negros se les dice: “No veo color” o “Todos somos seres humanos”, el efecto es negar sus experiencias como seres raciales/culturales (Helms, 1992).
Cuando a una pareja latina le dan un mal servicio en un restaurante y comparte su experiencia con amigos blancos, solo para que les digan: “No seas tan sensible” o “No seas tan mezquino”, se está anulando la experiencia racial de la pareja y su importancia se está disminuyendo. Hemos podido identificar nueve categorías de microagresiones con temas distintos: alienación de la propia tierra, atribución de inteligencia, daltonismo, criminalidad/asunción de estatus criminal, negación del racismo individual, mito de la meritocracia, patologización de los valores culturales/estilos de comunicación, estatus de segunda clase e invalidación ambiental. La Tabla 1 proporciona ejemplos de comentarios o situaciones que potencialmente pueden clasificarse como microagresiones raciales y los supuestos y mensajes ocultos que las acompañan. La Figura 1 presenta visualmente las tres grandes clases de microagresiones, la clasificación de los temas bajo cada categoría y su relación entre sí. La experiencia de una microagresión racial tiene importantes implicaciones tanto para el perpetrador como para la persona objetivo. Crea dilemas psicológicos que, a menos que se respondan adecuadamente resueltos conducen a mayores niveles de ira racial, desconfianza, y pérdida de autoestima para las personas de color; previene a la gente blanca de que perciba una realidad racial diferente; y crea impedimentos para las relaciones raciales armoniosas (Spanierman & Heppner, 2004; Thompson y Neville, 1999).
Respecto a las microinvalidaciones, aquí los autores directamente se quitan la careta. Os insto a todos los que estáis leyendo este artículo a que comprobéis la definición y los ejemplos usados. Una vez más se incide en los efectos que eso tendría en la persona o incluso en las connotaciones que subjetivamente los autores del artículo atribuyen a cada acto, e incluso se incluyen algunos actos que, por sí solos, no tendrían connotaciones racistas como por ejemplo recibir un mal servicio en un restaurante (lo cual solo podría considerarse racista si ofreciesen un peor servicio a las personas de una etnia determinada que a las que no pertenecen a dicha etnia). También se incluyen actos contrarios por definición al racismo en este concepto, como por ejemplo no fijarse en el color de piel de alguien y fijarse en el hecho de que se es un ser humano antes que negro, hispano, asiático o cualquier otra etnia. Es decir, hasta no ser racista se convierte en una forma de microagresión. Confirmamos que el famoso discurso “I have a dream” de 1963 de Martin Luther King sería considerado racista a día de hoy bajo parámetros como los de esta revisión académica.

De la revisión de Sue et. al podemos sacar varias cosas en claro:
El estudio define las microagresiones como comportamientos con connotaciones racistas presentes en la vida cotidiana y que revestirían un carácter agresivo.
Las microagresiones no dependen de la intencionalidad para existir (lo cual también hace bastante cuestionble que se pueda usar el término “agresión” para describir tales acciones).
Tienen su sistema de graduación (existen microasaltos, microinsultos y microinvalidaciones).
Se asume que provocarían daño psicológico a quienes las reciben.
El abanico de expresiones o conductas que pueden computar como microagresiones es amplio y en muchos casos no responde a las connotaciones asumidas por los autores, con lo cual se acabaría cayendo en una sucesión de non sequiturs en la cual se aísla una conducta o expresión X, se categoriza como microagresión pese a no comprobarse ni siquiera la existencia de motivaciones racistas, y se atribuyen a X todos los males atribuidos a las microagresiones.
Basta con leer la revisión de Sue et. al para entender por qué las críticas posteriores de psicólogos como Lee Jussim o Scott Lilienfeld están perfectamente justificadas. Pero antes de pasar a leer tales críticas, veamos otra definición más del término, esta vez dada por Monnica Williams en su estudio de 2020: “Sobre la base de las descripciones originales de Pierce y los estudios actuales, defino las microagresiones como actos negables de racismo que refuerzan estereotipos patológicos y normas sociales injustas.”
Como declaración política, desde luego es sublime. Sirve para generar un fuerte sentimiento de compasión hacia las personas que sufrirían tales ataques. Pero a nivel epistemológico, como estamos viendo, es una afirmación bastante más complicada de sostener, ya que requeriría del cumplimiento de los siguientes requisitos:
Establecer que un insulto o desaire está motivado por el racismo.
Identificar los estereotipos que el insulto o desaire refuerza.
Establecer empíricamente la “patología” del estereotipo. Hay muchos estereotipos que son simplemente precisos, y no pasa nada por aceptarlo: en promedio, los hombres son más altos y físicamente fuertes que las mujeres, los estadounidenses de origen asiático tienen un rendimiento académico más alto que otros grupos, los liberales e izquierdistas tienden más a apoyar el aborto o el matrimonio homosexual que los conservadores, el promedio de armas de fuego en posesión de civiles en Estados Unidos es de los más altos de todo el mundo, las personas negras tienden a correr más rápido, y un largo etcétera. Ni siquiera los estereotipos erróneos son necesariamente patológicos: una encuesta realizada en Estados Unidos encontró que la mayoría de las personas de izquierdas creen que la policía mata a aproximadamente 100 personas negras desarmadas por año y casi el 40% piensa que el número es de 1.000 o más (el número real en los últimos años sería de alrededor de 20, dependiendo del año y del método de contabilización). Este nivel de inexactitud podría definirse coloquialmente como exagerado o “loco”, pero no es patológico en ningún sentido psicológicamente serio. Si no todos los estereotipos son patológicos, como podemos comprobar, se requiere probar que el estereotipo concreto que se quiere analizar lo es. No se puede presumir dicha patología.
Mostrar que la microagresión en realidad refuerza esos estereotipos patológicos particulares.
Identificar las normas sociales inequitativas relevantes.
Mostrar que la microagresión refuerza tales normas.
Esto no es una elucubración construida mediante interpretaciones maliciosas basadas en mi mentalidad de privilegiado y opresor, sino que son los requisitos que se entenderían necesarios para demostrar la existencia de una microagresión de acuerdo con la definición aportada por Williams. Para poder tomar las microagresiones como una categoría empírica, en base a la definición aportada por Williams, tendríamos que poder probar todos los elementos que caracterizan tal definición antes de etiquetar una acción X como una microagresión.
El principal problema es que esto en la práctica no sucede. Una constante en los estudios sobre microagresiones es el etiquetamiento de un acto como tal y la asunción posterior tanto de la motivación racista necesaria para dicha consideración como de las consecuencias que se atribuyen a las microagresiones. Esto es precisamente lo que Scott Lilienfeld señalaba en su artículo de 2017, al cual Williams responde en el mentado artículo de 2020.
En su artículo, Lilienfeld concluyó que no hay pruebas suficientes para respaldar ninguna de las siguientes afirmaciones realizadas por los defensores de la idea de microagresión:
Las microagresiones están operacionalizadas con suficiente claridad y consenso para permitir una investigación científica rigurosa.
Son interpretadas negativamente por la mayoría o por todos los miembros de grupos minoritarios.
Reflejan motivos implícitamente perjudiciales e implícitamente agresivos.
Pueden evaluarse válidamente utilizando únicamente los informes subjetivos de los encuestados.
Ejercen un impacto adverso en la salud mental de los receptores.
Para afirmar esto, Lilienfeld se basa en una revisión del trabajo académico existente hasta ese momento respecto a las microagresiones. Para mostrar evidencia de lo difuso del criterio existente a la hora de definir las microagresiones, Lilienfeld cita definiciones y afirmaciones recogidas en varios de los estudios sobre el tema (págs. 7–8):
Sin embargo, para el receptor de una microagresión, Siempre existe la inquietante pregunta de si realmente sucedió. (Crocker y Major, 1989).
Es difícil identificar una microagresión, especialmente cuando otras explicaciones parecen plausibles. (Sue et al., 2007, pág. 275)
La persona se ve sumida en una situación muy confusa y situación ambigua, lo que dificulta concluir si se ha producido una ofensa. (Sue, 2010a, p. 17)
Muchas microagresiones raciales son tan sutiles que ni el objetivo ni el perpetrador pueden entender lo que está pasando. (Sue, 2010c)
Porque las microagresiones son sutiles y algo automático, tanto el perpetrador como la víctima pueden ser ajeno a sus efectos. (Nadal, Issa, Griffin, Hamit y Lyons, 2010, pág. 289)
En primer lugar, es posible que el individuo no pueda establecer si se ha producido una microagresión. A menudo son ambiguas y por lo tanto más difíciles de identificar y categorizar que actos abiertos y obvios de racismo. (Burdsey, 2011, pág. 276)
Son los aspectos sutiles e involuntarios de las microagresiones los que hacen que sean difíciles de identificar porque las interacciones interpersonales en las que ocurren a menudo no se perciben como sesgadas o discriminatorias. (Gunter y Peters, 2014, pág. 2)
Es bastante presuntuoso afirmar que una determinada acción ha tenido efectos sobre alguien en base a tus propias asunciones y sesgos como investigador si la persona no manifiesta comportamientos denotativos de tales efectos. No es que sean ignorantes de los efectos, es que los mismos pueden no existir y los investigadores no pueden demostrar su existencia solo demostrando la concurrencia del hecho catalogado como microagresión y por tanto prefieren asumir su existencia antes que considerar que pueden estar equivocados. Pero los investigadores de este campo harán lo que sea con tal de mantener sus tesis, y ejemplos como los que Lilienfeld muestra aquí lo dejan bastante claro. Y también es bastante presuntuoso asumir las motivaciones racistas cuando el fenómeno es tan ambiguo que hasta Sue et. al no tienen más remedio que afirmar que otras explicaciones parecen plausibles (aunque para ellos no lo sean porque antes que científicos son activistas).
También para Lilienfeld destacan las valoraciones políticas en los estudios sobre microagresiones (como la consideración de la meritocracia como “mito”, la cual dependerá de en base a qué se defina de entrada el mérito como concepto). Lilienfeld también menciona la presencia de definiciones y operacionalizaciones contradictorias del concepto en los diferentes estudios existentes (pág. 13).
Una posible consecuencia de la pronunciada falta de claridad en la definición de las microagresiones, como se analizó anteriormente (ver “Ambigüedad”), es que algunos elementos de microagresión propuestos de autores destacados parecen ser en gran medida contradictorios. Por ejemplo, tanto (a) ignorar como (b) atender a las minorías han sido considerados por algunos autores como microagresiones: un investigador consideró que “los maestros ignoran las manos levantadas de los estudiantes asiático-americanos en aulas” (Lin, 2010, p. 89) como una microagresión, mientras que otro consideró “felicitar al estudiante con un comentario como: “Ese fue un comentario muy elocuente, inteligente y análisis profundo” (Sue, 2010a, p. 13) como una microagresión. Clasificar ambas acciones como microagresiones potencialmente coloca a los docentes en un doble vínculo: si ignoran a las minorías si los estudiantes levantan la mano, corren el riesgo de ser acusados de prejuicio; por el contrario, si llaman a los estudiantes y los felicitan, corren el riesgo de sufrir la misma acusación.
No deja de sorprenderme lo contradictorio que es esto. Si eres profesor e ignoras a las minorías en caso de que estudiantes de tales minorías levanten la mano, corres el riesgo de ser acusado de cometer una microagresión, y si haces lo contrario (llamar a los estudiantes en cuestión y felicitarlos) corres el riesgo de sufrir exactamente la misma acusación, cayendo paradójicamente en una forma de racismo al considerar microagresión una felicitación que perfectamente podría haberse dado hacia un estudiante blanco si el profesor considera el comentario del estudiante merecedor de la misma.
Lilienfeld también se anticipa a algunas de las críticas que puede sufrir, respondiendo a la posibilidad de que las contradicciones pudiesen salvarse en caso de tener en cuenta el contexto situacional (pág. 13).
En principio, algunas de las aparentes contradicciones entre elementos de microagresión podrían disolverse una vez se tenga en cuenta el contexto situacional. Por ejemplo, en el estudio de Constantine (2007), un supervisor clínico podría comunicar implícitamente condescendencia tanto mediante la sobreestimación (por ejemplo, “Sí, sé que no aprendiste a administrar esta técnica en tu entrenamiento previo, pero la mayoría de los estudiantes aprenden cómo hacerlo y asumiré que tú puedes también”) como mediante la subestimación (por ejemplo, “Basándome en lo que he observado hasta ahora, intentaré darle más tiempo para aprender a administrar esta técnica“) de las fortalezas de un estudiante. Sin embargo, la mayoría de los ítems en los artículos sobre microagresión están descontextualizados, con poca o ninguna referencia a cuándo, dónde y cómo el comentario fue realizado. Por lo tanto, en el futuro, corresponderá a los investigadores del MRP desarrollar elementos cuyo contexto es lo suficientemente claro como para minimizar la ambigüedad. Además, será necesario demostrar que los observadores pueden ponerse de acuerdo sobre si tales elementos constituyen microagresiones cuando se considera el contexto situacional.
Si bien el contexto situacional podría resolver algunas de las aparentes contradicciones, la crítica aquí radica en que, como hemos visto, los ítems que forman parte del concepto están ambiguamente escogidos y no permiten enfocarse mejor en el contexto situacional (recordemos el caso del mal servicio en un restaurante que se recogía en la revisión de Sue et. al o el hecho de que se incluyan como racismo actitudes contrarias al mismo, como la de tratar a una persona al margen de su color de piel, cosa que también se recogía en la misma revisión ya mencionada).
En resumidas cuentas, el paper de Lilienfeld es una crítica a las múltiples deficiencias que tienen los estudios sobre microagresiones. Una crítica a la que académicos favorables a este concepto como por ejemplo Monnica Williams trataron de refutar, y diría que sin demasiado éxito.
Monnica Williams y los “mejores” estudios sobre microagresiones
Aparte de caer en varios de los tópicos criticados por Lilienfeld con el propósito de defender la nefasta revisión que Derald Wing Sue y otros académicos publicaron en 2007 con el propósito de perfilar el concepto de microagresión y crear su propio concepto de microagresión en base a ello, como hemos visto al principio de este artículo, Monnica Williams se dedica en su paper de 2020 a aportar estudios que, en teoría, probarían la existencia de las microagresiones tal y como son perfiladas por los académicos. También procede a comparar la defensa de la no intencionalidad en las microagresiones con un atropello imprudente marcándose una falsa equivalencia entre situaciones en las cuales se falta a un deber de responsabilidad que se posee en el momento en que se conduce un coche y donde el daño es evitable y situaciones en las que un determinado comentario puede causar una ofensa en el receptor, siendo que este daño no es evitable, como si tales situaciones debiesen juzgarse de la misma manera y el autor de tales palabras tuviese que cuidar de la subjetividad emocional del receptor de tales comentarios. No os miento, lo dice aquí mismo (pág. 4):
Consideremos el caso de un conductor inexperto que sin querer golpea y hiere a un peatón. A pesar de que el accidente no fue intencionado, el conductor aún puede ser considerado culpable y puede ser condenado por no ser lo suficientemente cuidadoso o lo suficientemente hábil, en este punto se convierte en infractor.
Esta comparación no podría ser más perversa si tenemos en cuenta que la imprudencia en los delitos se castiga cuando el resultado es evitable de acuerdo con el contexto de la acción del infractor. Por ejemplo, si yo veo a un peatón pasando por la carretera a la suficiente distancia de mí puedo detenerme para que pase o disminuir la velocidad. Además de que las carreteras tienen un límite de velocidad estipulado en función del tipo de carretera, límite del que alguien es consciente cuando conduce porque se encuentra señalizado. Si yo mato a alguien después de pegarle un puñetazo al caer al suelo como consecuencia de ese puñetazo puedo evitar el resultado evitando pegar el puñetazo.
Ahora bien, si yo realizo un comentario determinado hacia una persona sin que exista una intención por mi parte de humillarle o faltarle al respeto, la forma en la que esta persona reaccionará a ese comentario es completamente imposible de evitar por mí. Yo hice lo posible en esa situación por evitar el posible daño, por lo que si la interpretación subjetiva del comentario es negativa o lo es la interpretación que le puedan dar terceros (como ocurre con algunos estudios sobre microagresiones expuestos por Lilienfeld), no será una variable que yo pueda evitar. Yo puedo evitar sonar irrespetuoso o sonar faltón, o al menos haberme asegurado de que existe la suficiente confianza entre nosotros como para hablar en según qué términos, pero no puedo evitar que la otra persona interprete negativamente ese comentario porque será un acto que dependerá de las particularidades de su estado emocional concreto, su salud mental, su personalidad o su temperamento.
El problema con las microagresiones es justamente ese: tu comentario puede no tener una intencionalidad racista, pero si la persona a la que se lo dices lo interpreta como tal o terceras personas lo hacen, ese comentario constituye una microagresión tenga o no tal intencionalidad. Se pone la carga en las interpretaciones que el receptor o terceros realizan del acto en sí mismo y, de esta manera, se eliminan de la ecuación la intencionalidad o, más grave aún, la ya mencionada evitabilidad del resultado propia de las agresiones imprudentes.
También debe valorarse si las consecuencias del acto son tan graves que deberían permitir una exclusión de la intencionalidad a la hora de realizarlo. Está claro que para personas como Williams sí lo son, pero si hacemos una comparación entre los actos a los cuales suelen aplicarse este tipo de exclusiones de intencionalidad (en los cuales suele haber un peligro directo para la vida de una o más personas de mayor o menor grado) y los actos a los cuales Williams y otros autores quieren extender tal forma de tratamiento, vemos que las distancias que los separan son enormes, tanto que la aplicación de este mismo principio a estos gestos y actitudes crearía una gran dificultad para la convivencia entre personas, ya que la facilidad de que uno de ellos se dé, aun de forma involuntaria, es demasiado elevada.
Si vamos a algunos de los estudios citados por Williams, como el de Kanter et. al (2017), vemos que el estudio no está precisamente exento de problemas para probar aquello que Williams quiere probar, empezando por su bajo tamaño muestral, que consiste en una muestra de 33 estudiantes negros y 118 estudiantes blancos. El otro problema relevante que podemos destacar en él radica en los ítems empleados, cuya tabla expondré a continuación.

De este estudio diría que podemos sacar dos cosas:
Que los comentarios más palmariamente racistas no son apoyados por los jóvenes blancos entrevistados (cosa que parece quedar clara pese al bajo n del estudio).
Que para vender la idea de que los prejuicios racistas son algo común entre los jóvenes blancos se han agregado comportamientos que o bien claramente no parten de prejuicios racistas o es como mínimo discutible que partan de los mismos.
Todo esto se suma al bajo n del estudio, que difícilmente puede permitir la generalización de algún tipo de apreciación sobre prejuicios raciales. Pero esto no le impide a Williams afirmar lo siguiente: “Este estudio proporciona un importante apoyo empírico para algo que los investigadores de la diversidad sabían desde el principio: los actos microagresivos tienen sus raíces en creencias racistas y sentimientos subyacentes de hostilidad que no pueden descartarse como percepciones simplemente subjetivas del objetivo de dichos actos”. Hay que tener la cara muy dura para decir esto en base a un estudio que tiene los problemas aquí expuestos.
Williams también cita y alaba la Escala de Microagresiones Raciales y Étnicas de Nadal (2011). Sobre dicha escala, afirma lo siguiente:
Otra medida importante de la frecuencia de las microagresiones es la Escala de Microagresiones Raciales y Étnicas (REMS; Nadal, 2011), que fue validada con una gran muestra de afroamericanos, hispanoamericanos, asiáticos estadounidenses y participantes multirraciales. Tiene una estructura de seis factores que incluye (a) supuestos de inferioridad, (b) trato como ciudadanos de segunda clase y supuestos de criminalidad, (c) microinvalidaciones, (d) exotización o supuestos de similitud, (e) microagresiones ambientales, y (f) microagresiones en el lugar de trabajo y en la escuela. Esta estructura fue confirmada mediante exploraciones y análisis factorial confirmatorio, y la medición encontró que tiene buenas propiedades psicométricas.
Ya viendo que se toman como válidas las difusas conceptualizaciones de Sue et. al podemos sospechar que los índices de fiabilidad no serán demasiado diferentes a los de otros estudios ya vistos, pero nuestras sospechas se confirman cuando consultamos el estudio de Nadal en sí mismo. El paper es una recopilación de dos estudios con un tamaño muestral total de 661 participantes (un tamaño mayor que el del estudio de Kanter et. al, siendo honestos). Pero volvemos a encontrar el problema de la operacionalización del concepto. Podemos encontrar ítems como “alguien dejó de caminar cerca de mí por la calle debido a mi raza” o “alguien me mostró mediante su lenguaje corporal que estaba asustado de mí debido a mi raza”, o muchos otros ejemplos que poseen el mismo problema: que requieren de lectura de mentes, algo prácticamente imposible. Desde que fue publicado en 2011 el artículo del psicólogo Daryl Bem sobre la precognición y dicha publicación desencadenó lo que se conoce como crisis de la replicación en psicología la lectura de la mente ha sido ampliamente reconocida como imposible.
Pero el estudio de Nadal encierra otra cosa más curiosa a comentar, si cabe. A los encuestados se les preguntó acerca de la frecuencia con la que sufrieron microagresiones en los últimos seis meses mediante una escala del 1 al 5 en la cual los niveles de frecuencia estaban estructurados de la siguiente manera:
No experimenté este suceso en los últimos seis meses.
Experimenté este suceso entre una y tres veces en los últimos seis meses.
Experimenté este suceso entre cuatro y seis veces en los últimos seis meses.
Experimenté este suceso entre siete y nueve veces en los últimos seis meses.
Experimenté este suceso más de diez veces en los últimos seis meses.
Memorizad lo que acabo de relatar y aplicadlo ahora a la tabla 3 del estudio, en la que se muestran los resultados psicométricos del mismo, y veréis la sorpresa.

La sorpresa es que la frecuencia general con la que suceden los hechos catalogados como microagresiones se encuentra el 1,3 y el 2,1 (lo que equivaldría a haberlo sufrido como máximo tres veces en los últimos seis meses, y como mínimo ninguna en dicho plazo de tiempo). Sin embargo, esa frecuencia solamente se ve aumentada a 3 o incluso a 4 cuando nos vamos a la subescala 5, que trata acerca de si los estudiantes consideran que la representación de su raza en varios aspectos (cine, televisión, revistas, puestos de responsabilidad en política, educación y empresas) es positiva. Es decir, el estudio encuentra que las representaciones positivas de la raza de los estudiantes en diferentes medios son recibidas con mayor frecuencia que las presuntas microagresiones racistas, y que tales microagresiones racistas serían recibidas por los estudiantes o bien nunca en los últimos seis meses o bien entre una y tres veces en ese mismo marco temporal. Sin lugar a dudas, las conclusiones no apoyan tampoco la visión de que las microagresiones sean algo frecuente o común que suponga una problemática social apremiante, tan reiterada por los autores de papers de este tipo.
Una cosa que le puedo reconocer a Williams a raíz de leer su paper de 2020 es que el enfoque de los investigadores sobre microagresiones, al menos no de manera frecuente, no suele enfocarse en si la persona interpreta o no subjetivamente de manera negativa el comentario o acto determinado. Es mucho peor. Son los propios investigadores con sus propios criterios normativos y sesgos particulares los que determinan qué es microagresión y qué no lo es, a veces incluso contradiciéndose entre sí como mostró correctamente Lilienfeld, e independientemente del tratamiento que los actores involucrados den al acto calificado como microagresión. De esta manera una acción puede ser microagresión independientemente de la mentalidad que subyace tras dicha acción e independientemente de si la persona teóricamente afectada interpreta o no la acción de manera negativa y se siente agraviada por ello. Solo basta con que la persona encargada de valorar cada acto designe la acción de esta manera en base a sus propias creencias subjetivas en torno al racismo y ese acto podrá considerarse microagresión, aun cuando exista el riesgo de que una acción y su opuesto puedan poseer perfectamente la misma calificación, favoreciendo la confusión a la hora de comportarse correctamente tanto en profesores como en estudiantes.
Las críticas a los autores que defienden conceptos como el de microagresión se siguieron sucediendo, no obstante. Por ejemplo, Lee Jussim y Edward Cantú realizaron una revisión en 2021 acerca del contenido académico existente sobre microagresiones, en la cual se incluía una crítica al anteriormente desgranado estudio de Nadal de 2011 o a la anteriormente desgranada revisión de Sue et. al de 2007, así como a las críticas a Scott Lilienfeld por parte de Monnica Williams. El paper, de 47 páginas, incluye una crítica a todos los puntos y estudios frecuentemente presentados por los defensores del concepto de microagresión. Tanto esta revisión como la de Scott Lilienfeld pusieron de manifiesto los graves y evidentes problemas que tiene la investigación sobre microagresiones, los cuales son comprobables, como hemos visto, con una simple lectura de los principales estudios citados en este ámbito. Debido a esta crítica, en este artículo escrito para Psychology Today, Williams se defendió citando un estudio de 2021 de Nientara Anderson et. al (para quienes no lo sepáis aún y os veáis abrumados por el uso constante de esta expresión, la expresión et. al se utiliza a la hora de citar artículos académicos en los que han participado tres o más autores) que teóricamente demostraría que los estudiantes de medicina experimentan microagresiones con frecuencia, tal y como de hecho los autores afirmaban en el propio estudio.
El estudio, el cual posee una muestra de 759 participantes, trata de correlacionar tales microagresiones con la satisfacción que los estudiantes sienten respecto a las universidades y las sintomatologías depresivas, tiene problemas una vez más con la operacionalización del concepto. Si bien muestra que un elevado porcentaje de los estudiantes sufriría microagresiones de manera frecuente y casi todos los días, cuando consultamos aquello que el estudio entiende por microagresión nos encontramos cosas como “La gente infravalora mis opiniones en clase”, “Mis ideas en la clase son recibidas con hostilidad” o “La gente se asombra con mi inteligencia”.
¿El problema? El mismo problema que se repite una y otra vez en los estudios sobre microagresiones. Se introducen ítems en los cuales para probar la existencia del racismo implícito se requiere de lectura de mentes, un ejercicio imposible. Teniendo en cuenta aún más que se han incluido estudiantes blancos y que, tal y como se muestra en la tabla 4, la prevalencia de recepción de los comportamientos mencionados no experimenta variaciones muy significativas salvo quizás en los estudiantes negros, donde la prevalencia es un tanto mayor. Añadamos además que esto tampoco implica que si un estudiante negro recibe alguna de estas acciones la motivación sea racista per se, y que la motivación racista no puede darse por demostrada sin más en base al color de piel del receptor, ya que aun teniendo en cuenta este detalle siguen cabiendo explicaciones alternativas al racismo.
Estamos ante un estudio que ni siquiera puede demostrar con su propia metodología que esté midiendo “microagresiones”, ya que:
La gran mayoría de ítems pueden ser explicables por motivaciones diferentes al racismo, por lo que el hecho de medir su prevalencia no sirve para medir la prevalencia de ataques racistas.
La muestra de 759 estudiantes usada para el estudio contiene estudiantes de todas las razas, lo que dificulta aún más averiguar si las actitudes que reportan haber recibido están motivadas por el racismo o serían transversales en cuestión de raza y, por tanto, tienen otras causas o explicaciones.
La prevalencia según la raza de los estudiantes no difiere significativamente (con la excepción del caso de los estudiantes negros, aunque esto tampoco implica que se pueda dar por demostrada la motivación racista).
Pero esto no le impide a Monnica Williams utilizarlo para validar sus puntos de vista y sustentar con ello su crítica a la revisión de Jussim y Cantú, y tampoco estas problemáticas presentes en los estudios sobre microagresiones impiden a los investigadores sacar conclusiones descabelladas utilizadas a menudo con propósitos de control del comportamiento de los estudiantes en el espacio universitario, ya que esta herramienta es muy efectiva para tal propósito. Basta con que el estudiante o la autoridad competente de una universidad catalogue un comportamiento X como microagresión para que ese comportamiento sea considerado como tal y, en todo caso, penalizado como tal, ya que el criterio está lejos de ser unívoco y estar sujeto a comprobaciones empíricas. Ya hemos visto cómo los requisitos empíricos necesarios para probar mediante el método científico que se ha producido una microagresión están lejos de cumplirse en los estudios sobre tal cuestión, y que los actos se catalogan como tales en base a las teorizaciones de los investigadores, incluso aunque en la praxis empírica no se haya conseguido constatar la existencia de esos elementos teóricos.
Algunos estudios más sobre microagresiones
N. Doharty (2018), ““I felt dead”: Applying a racial microaggressions framework to Black students’ experiences of Black History Month and Black History”. Este estudio británico tiene algunas cosas que merece la pena comentar. Se usan varios ejemplos de situaciones en clase que, en principio, responderían al objetivo de ejemplificar el funcionamiento de los diferentes tipos de microagresión. En uno de ellos un estudiante afirma que las lenguas africanas no se parecen en nada al inglés, y para demostrarlo pregunta a la clase si alguien habla alguna lengua africana. Un estudiante responde que sí, procede a decir Hola, ¿cómo estás? en esa lengua (la cual no es especificada), y el estudiante que hizo la afirmación inicial pregunta al resto de la clase si entendieron la frase, a lo que al unísono la clase responde que no. El autor procede a interpretar una infravaloración de las lenguas africanas en esta situación, cuando lo que se está dando en todo caso es un intercambio desenfadado entre estudiantes en el cual se pretendería mostrar la diferencia entre el inglés y las lenguas africanas, sin entrar en calificativos de inferioridad o superioridad. Pero a Doharty no le importa clasificar esto como una microagresión, sin tener en cuenta el contexto de la situación, entre otros ejemplos bastante cuestionables que podéis leer si consultáis el estudio.
Carola Suárez-Orozco et. al. (2015), “Toxic Rain in Class: Classroom Interpersonal Microaggressions”. Este estudio estadounidense, que emplearía como muestra a estudiantes universitarios de 60 clases distintas y en 17 de las cuales habrían tenido lugar microagresiones, no solo se centra en las “microagresiones” raciales, sino que también incluye las de género o sexistas (al menos las consideradas así por los investigadores). Entre las sexistas vemos que se encuentra incluso afirmar que la belleza femenina constituye una forma de poder (algo que tiene muchísimo de cierto y que no tendría por qué ser ofensivo), y entre las raciales vemos que se incluyen ejemplos como por ejemplo que un profesor pregunte a sus estudiantes por su experiencia en prisión una vez éstos levantan la mano tras preguntar el profesor si los estudiantes estuvieron en una prisión, asumiendo que el profesor no habría hecho esa misma pregunta a estudiantes de clases sociales más altas (aparte de que sigo sin entender exactamente qué tiene que ver este ejemplo en concreto con el racismo).
Anthony D. Ong et. al. (2013), “Racial Microaggressions and Daily Well-Being Among Asian Americans”. Este estudio estadounidense, que emplearía como muestra a 152 estudiantes universitarios de etnia asiática, incluye como formas de microagresión preguntarle a un estudiante dónde nació o que los estudiantes blancos “le miren como si no perteneciese al mismo lugar que ellos” (lo cual una vez más requiere lectura de mentes si no se habla o se pregunta directamente a las personas sobre las cuales se tienen tales sospechas) o “cuenten chistes ofensivos sobre los asiáticos” (siendo que lo que a una persona le resulte o no ofensivo es completamente subjetivo y no depende o no tiene por qué estar relacionado con la intencionalidad de quien realiza el comentario).
No necesitamos leer muchos estudios más para ver que los estudios sobre microagresiones, en líneas generales, tienden a seguir unos patrones bastante característicos basados en la repetición constante de los mismos errores metodológicos ya mencionados, que incluyen sobre todo definiciones difusas que introducen comportamientos que no pueden introducirse de manera taxativa dentro de una connotación racista o que incluso son contrarios al racismo por definición (como el de no separar por color de piel la forma de tratar a las personas), así como incluso conductas contradictorias entre sí como las que Lilienfeld expuso en su artículo.
Pese a estos problemas, estos estudios se han seguido realizando en la misma dirección e incluso se han utilizado para justificar normativas y políticas, especialmente en lo que respecta a los estudiantes universitarios norteamericanos. El término también ha tenido influencia en otras conceptualizaciones y categorías similares. Quizás la que más os suene de todas sea la de micromachismo, la cual desgranaremos a continuación.
Micromachismos: mismo problema, diferente contexto
Este concepto, tan usado dentro del debate en relación al feminismo en los últimos años, opera de manera muy similar al concepto de microagresión anteriormente visto. Este concepto fue creado en la década de los noventa por el psicoterapeuta argentino Luis Bonino Méndez, y vendría a describir “comportamientos invisibles de violencia y dominación” ejercidos por los varones contra las mujeres. Estos comportamientos, según Bonino, encontrarían su explicación en una desigual distribución del poder entre hombres y mujeres, amparada en un contexto social favorable a dicha violencia. En este punto las similitudes con el concepto de microagresión resultan bastante obvias.
En el paper de 1998 que acabo de enlazar, Bonino incluye como micromachismos las conductas con las que los varones tratarían de conseguir los siguientes objetivos (pág. 5):
Imponer y mantener el dominio y su supuesta superioridad sobre la mujer, objeto de la maniobra.
Reafirmar o recuperar dicho dominio ante la mujer que se “rebela” de “su” lugar en el vínculo.
Resistirse al aumento de poder personal o interpersonal de la mujer con la que se vincula, o aprovecharse de dichos poderes.
Aprovecharse del “trabajo cuidador” de la mujer.
Los objetivos que según Bonino se considerarían propios de los micromachismos podrían reducirse fácilmente al mantenimiento de un poder que se ejercería de manera vertical y unidireccional por parte del hombre hacia la mujer, un mantenimiento que según Bonino se podría buscar en múltiples modalidades, desde la imposición del dominio a la resistencia al aumento de poder, pasando incluso por el “aprovechamiento” de dicho aumento de poder, así como el “aprovechamiento” del trabajo cuidador (el cual es considerado por Bonino como una prueba de inferioridad de poder).
Pero toda esta clasificación tiene un problema, y es que parte de la suposición de que los hombres tratarían de dominar a las mujeres en el ámbito de la pareja y de que se trataría de una conducta amparada por la sociedad, al tiempo que desdeña las formas de poder típicamente femeninas (como el uso de la belleza o la sexualidad) por considerarlas “pseudopoderes”, y a partir de esta cuestionable premisa construye el resto del texto. En el paper lo expresa de la siguiente manera:
Suele decirse que también todas las mujeres en su modo de ser tradicional también ejercen poder, sobre todo los llamados “poderes ocultos”: el poder de los afectos y el cuidado erótico y maternal. Pero, ¿son éstos reales poderes de dominio? No, simplemente pseudopoderes: esfuerzos de influencia sobre el poder masculino y poder gerencial sobre lo delegado por la cultura patriarcal que le impone la reclusión en el mundo privado. Lo paradójico es que en este mundo se le alza a la mujer un altar engañoso y se le otorga el título de reina, título paradójico ya que no puede ejercerlo en lo característico del dominio y la autoridad (la capacidad de decidir por los bienes y personas y sobre ellos), quedando sólo con la posibilidad de intendencia y administración de lo ajeno.
Este tipo de pseudopoder es característico de los grupos subordinados, centrados en ‘manejar” a sus superiores. Como en ellos, la mayoría de las mujeres se hacen expertas en leer las necesidades y en satisfacer los requerimientos del varón, logrando ser valorada por su eficiencia y exigiendo algunas ventajas a cambio. Sus necesidades y reclamos no pueden expresarse directamente, y por ello se hacen por vías ‘ocultas”, básicamente las quejas y reproches (a los que los varones rápidamente se hacen inmunes). Por supuesto que algunas mujeres también tienen poder, pero esto es aún historia reciente y minoritaria.
Hay varios problemas con esta disertación. El primero de ellos es que Bonino descarta que el llamado poder femenino constituya una forma de poder, pero para saber si está en lo cierto hemos de saber qué se entiende por poder y qué entiende él por poder. Si bien hay definiciones variadas de lo que el poder constituye, partiré de la de Max Weber, que es la más aceptada en las ciencias sociales y políticas.
Según Max Weber, el poder es la capacidad de una persona o grupo para influir en las acciones de otros, incluso en contra de su voluntad. Esto significa que si alguien puede influir efectivamente sobre tu comportamiento y hacer que actúes según la manera que busca, esa persona tiene poder sobre ti. Esa capacidad puede provenir, según Weber, de la tradición, del carisma de un líder o de las leyes. Si bien considero que la teoría del poder de Weber es mejorable, usaré su definición de poder debido a su amplia aceptación en la teoría política contemporánea.
Ahora bien, aplicando esta definición de poder a los casos que nos ocupan (seducción femenina, afecto y maternidad), podemos encontrar que pueden determinar el comportamiento del receptor perfectamente. Alguien eróticamente seducido puede más fácilmente comportarse de la forma que la persona seductora busca al estar influido por la atracción erótica que siente hacia esa persona. De hecho el propio concepto de seducción implica la utilización de herramientas psicológicas para lograr que una persona haga algo que otra persona quiere que haga, normalmente mantener relaciones sexuales, con lo cual poseemos poder sobre una persona desde el momento en que somos capaces de seducirla. Lo que Bonino entiende por “cuidado erótico” no es más que el mantenimiento de ese estado de seducción previamente logrado. Si se seduce mediante la atracción erótica, esa atracción erótica lleva a que tengan lugar relaciones sexuales, se establece una relación y esas relaciones se siguen dando, ese poder que se habría conseguido mediante el uso de la atracción erótica se mantendría mediante el uso constante de la misma, ergo, se está ejerciendo poder, lo cual no significa que la existencia de ese poder sea positiva o negativa, solamente existe.
Respecto al afecto, según la definición de poder de Weber puede ser perfectamente una fuente del mismo. Cuando existe una relación afectiva entre dos personas es mucho más fácil que una de ellas pueda convencer a la otra de comportarse de una manera determinada o de hacer algo que quiere que en caso de no existir ese vínculo afectivo, en cuyo caso seguramente la persona usaría la coacción directa para ejercer ese poder. Es precisamente por esto por lo que el chantaje emocional existe dentro de los vínculos afectivos, porque es en esos ambientes en los que realmente esta forma de manipulación psicológica surte efecto. No tendría sentido que se pudiese ejercer dicha manipulación si el afecto no supusiese una fuente de poder. Esto podría aplicar tanto al vínculo afectivo conyugal como al maternal.
Pero más allá de esto veo un problema mucho más arraigado en la argumentación de Bonino en este punto, que es su incapacidad para diferenciar correctamente entre el poder y la autoridad. Recordemos que el poder es la capacidad que una persona posee para influir en el comportamiento de otra. Partiendo de esta base, el poder se convierte en autoridad cuando obtiene legitimidad, sea a través de leyes u otros tipos de normas jurídicas o de normas particulares establecidas por el propio grupo (muchas veces tales normas grupales se traducen en leyes, con lo cual existe una interrelación clara entre ambos tipos de autoridad).
Es más, cuando Bonino define el poder lo hace de la siguiente manera:
La palabra “poder” tiene dos acepciones popularmente utilizadas: una es la capacidad de hacer, el poder personal de existir, decidir y autoafirmarse. Es el poder autoafirmativo. Este poder requiere para su ejercicio una legitimidad social que lo autorice (y esta legitimidad sólo la han obtenido hasta hace muy poco los varones). La otra acepción: la capacidad y la posibilidad de control y dominio sobre la vida o los hechos de los otros, básicamente para lograr obediencia y lo de ella derivada. Es el poder de dominio. Requiere la tenencia de recursos (bienes, poderes o afectos) que aquella persona que quiera controlarse no tenga y valore, y de medios para sancionarla y premiarla. En este segundo tipo de poder, que es el de quien ejerce la autoridad, se usa la tenencia de los recursos para obligar a interacciones no recíprocas, y el control puede ejercerse sobre cualquier aspecto de la autonomía de la persona a la que se busca subordinar (pensamiento, sexualidad, economía, capacidad decisoria, etcétera).
Para empezar, define como parte del concepto de poder la capacidad de decisión, algo que si bien puede no ir del todo desencaminado, lo cierto es que “poder” no sería la palabra apropiada para describir esto. Puede entenderse que Bonino describe el poder como la capacidad de decidir e influir no solo sobre los demás, sino también en uno mismo. En resumen, lo que Bonino entiende por “poder autoafirmativo” es en realidad la libertad, ya que hablaríamos de la capacidad de tomar decisiones para uno mismo y no respecto a los demás.
Cuando Bonino procede a hablar del “poder de dominio” se refiere esencialmente al poder que se ejerce de manera coactiva, ya que el objetivo último de dicho poder sería no ya lograr que alguien haga algo que la otra persona desea que haga, sino lograr la obediencia y la sumisión. Y sí, esto es parte del poder, pero no es todo lo que engloba dicho concepto. Tal y como mostró Max Weber, podemos ejercerlo simplemente con el fin de lograr que una persona haga algo que nos gustaría que hiciese, sin necesidad de crear relaciones basadas en el autoritarismo y la obediencia. No es el dominio la única forma en la que puede existir una relación de poder, así como tampoco la coerción. Un vínculo afectivo implica poder porque las personas que sienten afecto entre sí tienen capacidad de influir sobre la otra mediante el uso del mismo, y la seducción implica poder precisamente porque quien seduce busca lograr que el otro se comporte de acuerdo con aquello que desea, para lo cual usa una serie de herramientas psicológicas y ambientales basadas en una serie de atributos y contextos. En ninguno de estos dos contextos hay necesariamente coacción o dominio, pero sí poder. El poder se resume, al menos desde las ciencias políticas y sociales (las cuales Bonino obvia a la hora de hablar de cómo se define el mismo), en una capacidad destinada a lograr que las personas hagan aquello que nosotros queremos que hagan, independientemente de si usamos o no la coacción para ello.
Para Bonino, la autoridad vendría a ser “la capacidad de decidir por los bienes y personas y sobre ellos”, como hemos podido ver en el párrafo sobre la cuestión del poder femenino. Es decir, que está utilizando “poder de dominio” y “autoridad” como sinónimos, ya que esta definición no es más que una versión resumida de la que ha dado antes sobre el “poder de dominio”. Es el desbarajuste conceptual existente en el discurso de Bonino, que hace que ni siquiera conozca cuál es la diferencia entre poder y autoridad, lo que hace tan débil, en mi opinión, su conceptualización sobre el poder.
El segundo problema a remarcar es que Bonino parece concebir el poder como una relación de carácter unidireccional, ya que en su definición de poder concibe el poder como una relación que se ejerce necesariamente entre dominador y dominado, entre agresor y víctima, y que no puede ejercerse de manera bidireccional, aunque existan diferentes formas de ejercerlo. Esta conceptualización limita bastante el alcance del concepto, y hace que de entrada le sea imposible entender que incluso por parte de sujetos que en principio carecerían de autoridad es posible que pueda ejercerse poder.
Esto contrasta bastante con lo que incluso autores de su agrado como Foucault dicen sobre el poder, puesto que para Foucault el poder es algo que se encuentra en todas partes, dado que surge de las relaciones entre personas. Cualquiera puede ejercer el poder y, por tanto, cabe la posibilidad de que ese poder pueda ser ejercido bidireccionalmente o simplemente no ser ejercido por la parte que se presupondría como dominante (en este caso, el varón). Si consideramos la cara de los roles de género que actuaba con un mayor perjuicio hacia el varón (por ejemplo, el reclutamiento militar forzoso o la provisión económica obligatoria de la esposa, presente en bastantes culturas pasadas y presentes) podríamos argumentar que también existe un poder ejercido hacia los hombres por parte de las mismas instituciones sociales que también ejercen ese poder sobre las mujeres, y por tanto el hombre dejaría de ser sujeto dominador para pasar a ser sujeto dominado, de la misma manera que la mujer también lo sería, puesto que ninguno de los dos podría salirse de las casillas de juego en las que la civilización los habría encuadrado tradicionalmente.
Teniendo en cuenta que Bonino parte de estas conceptualizaciones, él establecería como micromachismos las siguientes categorías:
Micromachismos coercitivos. Serían aquellos que implicarían el uso directo de la coerción por parte de la parte dominadora hacia la parte dominada.
Micromachismos encubiertos. Serían aquellos que atentarían de una manera más sutil contra la igualdad y simetría de la pareja.
Micromachismos de crisis. Serían aquellos que teóricamente funcionarían como una forma de reforzar el control sobre la mujer una vez ésta hubiese ganado independencia respecto de su pareja masculina.
Para Bonino, algunos ejemplos de micromachismos coercitivos serían lo que denomina insistencia abusiva, término con el que se denomina a conseguir las cosas por reiterar durante muchas veces una petición determinada, el hecho de forzar a la pareja a mantener relaciones sexuales, o incluso comportamientos menos severos como por ejemplo usar el sofá de la casa para dormir la siesta, o incluso el uso de la lógica (que Bonino cataloga de “lógica” masculina, como si el hecho de usar la lógica frente a la intuición fuese una forma de menospreciar a las mujeres), así como tomar decisiones sin consultar a la otra persona.
Entre los micromachismos encubiertos, pone como ejemplos “abusar de la capacidad femenina de cuidado” (entre lo que incluye actitudes como querer formar parte de la vida de una mujer que va a tener un hijo prometiendo ser un buen padre o manifestar quejas por lo agobiante que resulta su rol de proveedor), crear falta de intimidad evitando el contacto con la otra persona mediante la imposición de límites para evitar el contacto o incluso realizando actividades con amigos para ello, comunicación mediante engaños y mentiras deformando la realidad, descalificar a la otra persona, no valorar las aportaciones positivas de la esposa, etc.
Entre los micromachismos de crisis, encontramos que Bonino establece como ejemplos el control excesivo, rehuir la crítica y la negociación, el victimismo (cabe resaltar que para Bonino es totalmente imposible que la manipuladora en una relación de pareja sea la mujer, a juzgar por su explicación sobre aquello que entiende por victimismo), etc.
En su ensayo de 2004 titulado Los micromachismos, Bonino introduce una nueva categoría de micromachismo, que serían los micromachismos utilitarios. Bonino los define de la sigiente manera:
Como nombraba anteriormente, tenemos en primer lugar a los mM utilitarios, caracterizados por eso, por su índole utilitaria. Son estrategias de imposición de sobrecarga por evitación de responsabilidades, y su efectividad está dada no por lo que se hace, sino por lo que se deja de hacer y que se delega en la mujer, que así pierde energía vital para sí. Algunos mM de esta categoría son: la no responsabilización sobre lo doméstico (ya sea ninguna, la ayuda, o el ventajismo), y el aprovechamiento y abuso de las capacidades “femeninas” de servicio (la naturalización y aprovechamiento del rol de cuidadora , la delegación del trabajo del cuidado de vínculos y personas, los requerimientos abusivos solapados o la negación de la reciprocidad)
Además, si consultamos el paper de 1998 veremos que en él se exponen efectos psicológicos derivados de los micromachismos. Es decir, que la estructura lógica que siguen los autores de los estudios sobre microagresiones para constatar su existencia se sigue cumpliendo en este apartado. Bonino mezcla comportamientos indudablemente abusivos con comportamientos menos obvios que para ser considerados abusivos necesitarían una contextualización adecuada, contextualización de la que Bonino no nos provee, ya que parece insinuar que esas acciones son machistas independientemente de la connotación e intencionalidad cuando son realizadas por hombres hacia mujeres en el ámbito de la pareja. Convendría preguntarse qué ocurriría si quien fuese partícipe de algunas de las conductas descritas arriba fuese una mujer, si la vara de medir sería distinta. Creo que no son necesarias más indicaciones para entender por qué adoptar esta perspectiva para la resolución de conflictos puede ser más dañino que beneficioso.
Prueba de que existe una doble vara de medir en las consideraciones que Bonino hace sobre la manipulación masculina y la manipulación femenina la tenemos en su anteriormente citado paper de 2004, donde afirma al respecto lo siguiente (págs. 2–3):
El objetivo masculino de conservar la posición ventajosa, diferencia claramente a los mM de las manipulaciones “femeninas” que muchas mujeres realizan. Ellas, habitualmente, y a diferencia de los varones, muchas veces se comportan manipulativamente, pero especialmente para romper una posición de subordinación o, para dentro de ella conseguir más influencia, poder, o ejercer derechos que les son negados o que no creen tener derecho a tener, y no como los varones que, en los mM manipulan para conservar su posición.
Creo que no es necesario tener formación científica para saber que la afirmación de Bonino en este punto es una generalización apresurada creada para sostener una doble vara de medir en la valoración de conductas de aspecto y objetivo similares. La distribución de poder en las relaciones de pareja depende finalmente de cada pareja en particular, y más aún en un contexto en el que las conceptualizaciones culturales alrededor de hombres y mujeres se encuentran cada vez más difuminadas. Existen parejas heterosexuales en las que el hombre es quien lleva la voz cantante y parejas heterosexuales en las que la lleva la mujer. Si el hombre ejerce manipulación sobre la mujer en una relación heterosexual en la que la mujer lleva la voz cantante, ¿podemos deducir también que el objetivo de su manipulación es la ganancia de poder dentro de la relación? ¿Y cómo se daría esa distribución de poder en una relación homosexual? ¿Y qué ocurriría si en la relación existe un poder bidireccional, es decir, que ambos miembros de la pareja son capaces de ejercer influencia sobre la voluntad del otro?
Esta idea de que las relaciones de poder unidireccionales en las que el hombre somete y la mujer es sometida son la forma en la que se funcionan las relaciones heterosexuales es la base de la LIVG o Ley Integral contra la Violencia de Género en España, que contiene la afirmación de manera expresa en su objeto (artículo 1.1):
1. La presente Ley tiene por objeto actuar contra la violencia que, como manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres, se ejerce sobre éstas por parte de quienes sean o hayan sido sus cónyuges o de quienes estén o hayan estado ligados a ellas por relaciones similares de afectividad, aun sin convivencia.
En base a una ley con estas premisas, se ha sentado incluso jurisprudencia reciente del Tribunal Supremo que establece que no será necesario probar la motivación machista de la agresión, como se menciona en la STS 4353/2018, en la que una pareja formada por un hombre y una mujer se agrede mutuamente a la salida de una discoteca, siendo ella quien inicia la pelea, y que concluye con una condena de 6 meses de prisión para él por violencia de género y 3 meses de prisión para ella por violencia doméstica (es decir, que él recibe una condena el doble de larga que ella por realizar exactamente la misma acción). La sentencia justifica esta decisión de la siguiente manera (pág. 4):
6.- En el apartado tercero del artículo 1.1 de la LO 1/2004 se afirma que la “violencia de género a que se refiere la presente Ley comprende todo acto de violencia física y psicológica, incluidas las agresiones a la libertad sexual, las amenazas, las coacciones o la privación arbitraria de libertad”, definición que al incluir el pronombre indefinido “todo” en los actos que refiere, entre los cuales se encuadra sin duda el maltrato de obra, no excluye de su radio de acción los actos violentos en los que no se aprecia directamente alguna de las manifestaciones recogidas en el apartado primero del artículo, ni exige la constatación de un determinado propósito a modo de elemento subjetivo del injusto.
Al no exigirse la constatación de ningún tipo de elemento subjetivo, se está realizando una generalización conductual en la que una conducta es interpretada de manera distinta en base a una suerte de determinismo sociológico por razón del sexo de quien la realiza. Es lo mismo que hace Bonino en su artículo, pero en un ámbito mucho más peligroso: el jurídico.
A raíz del concepto de micromachismo y de su interiorización, así como de la asunción de connotaciones en una conducta determinada en base al determinismo sociológico, han surgido interpretaciones de la conducta humana basadas en el conflicto entre identidades, algo que no conduce a resultados positivos y que pivoten en la dirección de una mejor convivencia entre todos los individuos independientemente de cuál sea su grupo identitario. En lugar de fomentar la convivencia, con este tipo de discursos falaces e incluso pseudocientíficos se acentúan las divisiones y las tensiones entre diversos grupos identitarios. Son discursos e investigaciones que aparecen en el tablero académico con el único propósito de servir de respaldo a los intereses de los activistas, pero que más allá de eso no tienen ninguna utilidad para el análisis debido a su pésima elaboración.
Conclusiones
La conclusión que obtengo tras leer decenas de documentos sobre estas cuestiones es que son documentos con una elaboración bastante pobre, que deja mucho que desear. La elaboración es pobre porque se sigue un procedimiento basado en la selección de comportamientos sin seguir un criterio prefijado. Se establece una definición de microagresión y se establecen como parte de la misma comportamientos que no parecen seguir ningún criterio prefijado y que solo parecen mostrar los presupuestos ideológicos de los autores. Quien indague en los estudios y artículos que he citado y enlazado aquí podrá comprobarlo de manera directa.
Hay quienes interpretarán que estoy tratando de silenciar actos de racismo y sexismo, cuando en absoluto es mi intención. Mi intención es exponer que los criterios usados para introducir comportamientos en estas categorías por parte de ciertos académicos activistas son poco sólidos y responden más a una intencionalidad censora de comportamientos en base a sus propios paradigmas morales que a una preocupación real por las víctimas de discriminación en base a su sexo o color de piel. La discriminación sexual y racial de cualquier tipo constituye una conducta intolerable en cualquier sociedad que se quiera considerar a sí misma civilizada, pero estas formas de activismo pueden contribuir incluso a su propagación al identificar las preocupaciones genuinas por la discriminación con este tipo de discursos por parte de activistas con claros y marcados intereses políticos e ideológicos.
El margen interpretativo que existe para este tipo de conductas hace perfectamente viable que puedan introducirse las que el autor de turno busque introducir, sin atender a cuestiones tan vitales como la intencionalidad o la connotación del acto según el contexto o la personalidad de quien lo realiza, que son omitidas cuando no directamente excluidas como factores relevantes. Un buen ejemplo es este artículo de la psicóloga feminista Brenda Ruano, que trata acerca de 15 formas de micromachismos. El mero hecho de dar lecciones a alguien sobre algo en lo que en teoría la otra persona sería experta es considerado como una forma de micromachismo, denominada como mansplaining, cuando es un comportamiento en el que pueden incurrir tanto hombres como mujeres y que puede tener un origen o bien en sesgos cognitivos que hagan interpretarse a uno mismo como alguien más inteligente o culto de lo que realmente es (efecto Dunning-Krüger) o bien en un error real por parte de la otra persona que quien da la explicación conoce porque también sabe del tema en el que la otra persona es experta. Recordemos que ser expertos en algo no nos hace inmunes a las equivocaciones. Si entráis en el artículo podréis encontrar otros muchos ejemplos absurdos como el que os acabo de exponer.
Por estos motivos es que no me veo en absoluto convencido por la metodología de investigación empleada por los autores de estudios sobre microagresiones, y fomentar el escepticismo respecto a este tipo de investigaciones no tiene nada que ver con fomentar la discriminación y el racismo, sino con fomentar una investigación científica de calidad que pueda ofrecer los mejores resultados y respuestas posibles.
Referencias
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